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El gozo del silencio
Alejandro Alayza


Un universo reflexivo

Por Luis Eduardo Wuffarden

Al modo de los antiguos maestros del Renacimiento, el pintor Alejandro Alayza (Lima, 1946) asume en su trabajo la unidad indivisible entre el arte y la vida. Consecuente con esa postura, no suele separar sus facetas complementarias de creador y maestro, las que ejerce en simultáneo desde hace varias décadas. Ha logrado, además, hacer de su casa taller en Barranco una suerte de bottega generosamente compartida, el espacio ideal para vivir una vocación que no conoce prisa ni pausa. Allí, gracias al poder formativo del arte —entendido como actividad a la vez conceptual y manual—, el quehacer diario de Alayza aglutina en libertad a todos los miembros de la familia, sin imponerles modos excluyentes de ver o apreciar. Es precisamente a partir de ese genuino modus vivendi como surge el sorprendente universo figurativo de quien merece ser considerado hoy, sin ningún género de dudas, entre los pintores peruanos más singulares de su generación.

Si algo define el desempeño pictórico de Alayza es su carácter predominantemente reflexivo. Este rasgo podría atribuirse, en gran medida, a sus años formativos en los talleres de la antigua Escuela de Artes Plásticas de la Pontificia Universidad Católica. El método de enseñanza implantado allí por su fundador y director, el maestro austro peruano Adolfo Winternitz, propiciaba el autoconocimiento del alumno y la meditación constante sobre ciertos aspectos cruciales de la creación como vías para descubrir y orientar la propia personalidad artística. Alayza compartió, en más de ocasión, la lectura de las Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke, lectura obligada para todo aspirante. Rilke discurre en ellas sobre la introspección, la soledad creativa —base del necesario encuentro del artista consigo mismo— y acerca del retorno a la infancia como escape del mundo convencional de los adultos. A ello se sumaba la gravitación contemporánea del expresionismo abstracto y el informalismo, tanto en la escuela como en la escena artística local e incluso latinoamericana. Por entonces, tanto Winternitz como Fernando de Szyszlo, otro profesor de enorme influencia entre el alumnado de la EAPUC, estaban plenamente adscritos al abstraccionismo y el joven alumno practicó esa tendencia por un tiempo, como parte de su aprendizaje.

Sin embargo, como muchos de sus coetáneos, en la década de 1970 Alayza se enrumbaría hacia la figuración partiendo, en su caso, del repertorio abstracto que ya manejaba. No se adhirió al surrealismo o el hiperrealismo, entonces en boga, sino que optó por el camino más riesgoso de construir un mundo propio: equidistante tanto del trampantojo como de las convenciones de la pintura onírica. Tras varios años de paciente indagación, el pintor logrará insertarse en el vasto horizonte del expresionismo figurativo, tendencia que atraviesa la historia de la modernidad artística peruana gracias a algunas personalidades insulares. Entre ellas se encuentra el propio Winternitz, quien provenía de la tradición expresionista centroeuropea y, al llegar al Perú, era portador de una concepción figurativa distante de lo más radical de aquella tendencia. En compensación, venía investido de una potente carga espiritualista y humanista. Esa es la principal fuente de la que se nutre en un comienzo la pintura de Alayza, y en ese sentido su obra se erige también como un producto paradigmático de ese centro de estudios.

Al paso del tiempo, el pintor enriquecerá su trabajo con otro tipo de aportes, que dejan entrever una rara conciencia de la historia del arte occidental. No es raro que asome en sus lienzos la evocación de aquello considerado «primitivo». Es decir, anterior a la conquista plena de la perspectiva y la representación realista a partir del Renacimiento. Así por ejemplo, es posible que algunas obras de Alayza traigan a mente, aunque sea de modo fugaz, a los viejos muralistas sieneses, las piezas precursoras de Giotto y Massaccio, o la abigarrada imaginería del gótico internacional. Pero también nos remite por momentos a la pintura fantástica antigua y moderna, así como a la lógica narrativa y al humor del cómic y de ilustración en general. Todo ello cobra plena coherencia bajo la mirada del artista al poner en escena objetos, figuras y situaciones bajo los efectos de una luz reverberante: se genera así una inquietante ambivalencia, a mitad de camino entre el registro subjetivo de la realidad visible y el febril ensueño alucinatorio.

Por encima de su diversidad de temas, la pintura de Alayza construye laboriosamente una poética del sosiego que reposa, por lo general, en su aliento narrativo. Esto último entendido en sentido amplio, pues lo que transmiten estas composiciones no es una acción ni una anécdota precisas. Incluso en aquellos cuadros que muestran paisajes desolados, el pintor apela a un conjunto de sensaciones que parecen anunciar la inminencia del cambio. Sus paisajes de Barranco, por ejemplo, o aquellos otros que escenifican el encuentro entre las montañas y el mar, trasuntan una suerte de animismo panteísta que otorga papel protagónico a sus componentes. De pronto, las plantas y los árboles se ven recorridos por un sinuoso ritmo lineal que entabla sintonía con la atmósfera alrededor, para convertirse unas veces en presencias quietas pero ominosas o danzar, repentinamente, generando aquella sensación de soledad fantasmagórica que obliga a mirar con nuevos ojos algunos espacios familiares y cotidianos.

Pocos artistas han intentado recrear de modo tan libre el entorno rural y marino de Lima, y quizá sea el poeta José María Eguren, antiguo vecino de Barranco y pintor ocasional, su precedente más notable. En su caso, Alayza extrema la fantasía interpretativa sin que resulte irreconocible el paraje representado.

A veces desplaza su mirada a lo profundo de la selva o a una sierra que elude (o comenta con ironía) los tópicos del pintoresquismo andino tradicional. Cuando introduce la presencia humana, la historia contada se inviste de un sentido teatral, oscilando entre lo heroico y lo humorístico. Es frecuente detectar también alguna fugaz alusión al espíritu circense, como lo sugiere aquella figura de pescador de cangrejos transmutada en breve coloso, ensayando malabarismos sobre un par de arrecifes imposibles. O la mujer que se yergue, con aire seguro, sobre una fronda selvática llevando una serpiente domesticada, y de este modo parece proponernos un guiño localista e irreverente al mito de Eva. Sea como fuere, la desnudez del cuerpo asume en esta y otras ocasiones un aspecto de primigenia ingenuidad, desprovista por ello de toda sugerencia sensual o incluso carnal.

Similar espiritualidad reaparece, sorprendentemente, en sus bodegones que se ofrecen al espectador como auténticas epifanías. Sus objetos —frutas y vegetales diversos, pescados, floreros— se presentan amorosamente descritos, pero además dispuestos como si constituyeran verdaderos rituales cotidianos. A veces, la idea resulta reforzada por medio de un punto de vista inusualmente alto y por una intensa luminosidad que genera esos típicos contrastes reverberantes de verdes, celestes y amarillos. En otras ocasiones, el pintor apela a la ilusión escenográfica generada por unas cortinas que enmarcan los objetos colocados delante de una ventana y los dejan envolver, otra vez, por una atmósfera deslumbrante. Dispuestos sobre la sencilla superficie de una mesa doméstica, las flores y los recipientes allí dispuestos adquieren un protagonismo que bordea —literalmente— lo teatral. Todo indica que, como muchos de los grandes bodegonistas en el pasado, Alayza nos propone de este modo sutiles metáforas de la naturaleza y del mundo a partir del escrutinio detenido de su entorno familiar y cotidiano.

En ese sentido, el pintor parece contradecir el concepto de «naturaleza muerta» —o «naturaleza quieta»— aplicado tradicionalmente a este género de representaciones. A menudo magnificados y en primerísimo plano, estos vegetales y utensilios domésticos parecen investidos de una misteriosa energía y, por ello mismo, a punto de entrar en movimiento, como encarnando el antiguo mito de la «rebelión de los objetos». Ocurre un poco a la inversa con los grandes parajes desolados que sugieren haber perdido su condición de espacios inabarcables y opresivos para presentarse ante quien los mira como una suerte de inesperado bodegón, cuyas dimensiones amigables lo ponen, literalmente, al alcance de la mano: los efectos «Gulliver» y «Lilliput» se alternan sin previo aviso. Por ello las imágenes de Alayza desafían constantemente nuestra lógica visual para emplazarnos en un territorio fantástico, una suerte de mundo real contemplado a través de espejos deformantes.

Por medio de este tipo de estrategias, Alayza consigue forjar un conjunto de imágenes que nos remite a cierta dimensión feérica dotada, sin embargo, de una sólida coherencia interna. Al igual que los cuentos infantiles o las leyendas populares, las historias transmitidas por estos lienzos poseen la lógica implacable de una ficción ampliamente consensuada. Más allá de su aparente simplicidad temática, el pintor despliega una inquietante condensación de contenidos: no solo por el tono vivencial de sus ficciones, sino porque ellas encierran inquietantes analogías. Nos hablan de una realidad palpable pero esquiva, vista siempre bajo un prisma desconcertante. De ahí la eficacia comunicativa presente en una pintura como la de Alejandro Alayza, que —a base de disciplina, constancia y auténtica modestia— durante los últimos años ha logrado enriquecer la memoria visual de los peruanos con esa misma naturalidad con la que se presenta ante sus ojos.


Alejandro Alayza Mujica

Lima, 1946

Alejandro Alayza estudió en la Escuela de Artes Plásticas de la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde ha sido Decano de la Facultad de Arte (2000 – 2008), alternando la pintura con la docencia de esa facultad, desde 1997. Desde 1980 hasta la fecha, ha realizado 17 exposiciones individuales en la galería Forum, Lima. Ha participado en numerosas muestras colectivas, entre las que destacan “Peru Ieri e Oggi”, Palazzo Strozzi, Florencia (1992); “Precolumbian and Contemporary Art: An Encounter”, International Monetary Foundation, Estados Unidos (1990 – 91); “Arte Joven Peruano”, La Habana (1983) y “Grabado”, Pratts Institute, Nueva York (1973).

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