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El danzante enmascarado. Máscaras del Perú
Colección de Miguel Rubio


MÁSCARAS CONTADORAS DE HISTORIAS

Miguel Rubio Zapata

Desde tiempos inmemoriales las máscaras cuentan y siguen contando historias, entre nosotros. Ser portador de una máscara convierte al danzante en oficiante de una liturgia, con el poder de tener la ventaja de observar sin ser observado. El espectador orienta su mirada hacia los ojos de la máscara; pero el danzante lo mira, a su vez, con sus propios ojos, como quien atisba por una ventana. La mirada, entonces, se vuelve esencial para la interacción entre danzante y espectador. Es por eso que los maestros artesanos de la máscara saben que en los ojos se concentra la vida. Sin embargo, el enmascaramiento involucra no solo el rostro sino todo el cuerpo, que se transforma con el vestuario y se convierte en la piel del personaje. Intervienen, también, accesorios como pañuelos, pelucas, sombreros, bastones… Esa otra piel, la máscara, convoca y confirma la aparición de un cuerpo nuevo dispuesto a revelar historias.

El danzante enmascarado es el principal animador de los contextos de celebración.  A través de los tiempos aparece vinculado a su comunidad, como parte de una concepción de la vida articulada en relación a los ciclos de la tierra y su calendario. En el principio, danza, teatro y canto eran factores constitutivos de un mismo evento.

Su danzar casi siempre tiene que ver con una fe y una promesa que cumplir, por eso no escatima ningún esfuerzo ni dinero para concretar su participación. Paga por ello invirtiendo en su traje y máscara así como en la organización la fiesta (comida, banda de músicos, arreglos del templo y otros). Esta actitud está emparentada con la de la comunidad, también movida por una fe y un diálogo ancestral con la naturaleza y las deidades tutelares, como se evidencia en la fiesta de la  Virgen de la Candelaria, en Puno, que se inicia con un ritual de fuego como elemento. Los diversos contextos festivos de la tradición andina nos ofrecen un apreciable campo de información que se concentra en el cuerpo del danzante enmascarado, donde la memoria ancestral se junta con el presente. Bastaría referirnos a la complejidad de signos que reúnen las máscaras de la Diablada puneña, atravesadas de  culebras, sapos y luciérnagas, que guardan asombrosa semejanza con los diseños de las culturas Sechín, Chavín o Tiahuanaco y nos remite a rituales prehispánicos.

Los primeros días del año en Mito, valle del Mantaro, los huacones se erigen como la máxima autoridad del pueblo, son el espíritu de las deidades tutelares de la montaña fusionadas con el cóndor: hombre – ave sagrada. Este rasgo se hace evidente en la máscara tallada en madera cuya prominente nariz se asemeja al cóndor, al igual que los movimientos de los brazos que bailan aleteando, pegados a la cintura, como regresando de un vuelo cercano a los dioses del mundo de arriba. Cuentan en Mito que los Huacones siempre estuvieron representados por personas intachables, que se reunían en secreto en las afueras y entraban al pueblo con látigo en mano y voz irreconocible. Durante esos días había que someterse al juicio sumario de la nueva autoridad y a los que no estaban dispuestos solo les quedaba desaparecer durante ese tiempo, pues los nuevos alcaldes emprenderían la búsqueda, casa por casa, de quienes estaban en falta con la comunidad.

En Túcume, Lambayeque, donde floreció la cultura Moche, se encuentra el Valle de las pirámides. Dicen sus habitantes que, antiguamente, en la parte más alta de una de las pirámides –conocida como Cerro purgatorio–  se veía una inmensa hoguera de fuego que era atizada por el demonio. Desde allí bajaban los curas disfrazados de diablos para asustar y evangelizar a la población. Esa historia la cuentan los diablicos de Túcume, con sus grandes máscaras, cuando bailan para la Virgen cada febrero.

Los danzantes de chucchus o palúdicos arriban a Paucartambo cada 15 de julio. Sus máscaras amarillas dan señas de su procedencia, exhibiendo en el rostro heridas y picaduras de insectos, algunos están tuertos o hinchados por el paludismo y llegan a la fiesta para pedir a la Virgen del Carmen que los cure. En el trayecto, sufren ataques de terciana; en ese momento es que intervienen enfermeros y enfermeras, también enmascarados, portando botiquines y enormes jeringas. Allí se inicia una correteadera sin fin porque el remedio parece ser peor que la enfermedad. Detrás, un personaje con máscara de muerte y guadaña en mano, va acompañando  la comparsa.

Los c´hunchus tienen en su careta unas perlitas que cuelgan de la nariz, que llaman “el moquillo”, y serían prueba de que cuando el c´hunchu salió de la selva y llegó a Paucartambo el clima frío le afectó. Esta máscara tiene un aire de tristeza porque los c´hunchus añoran la selva, su lugar de origen. También porque recuerdan el ataque que hicieran contra la Virgen –todos los años peregrinan para pedirle perdón y quedarse a su lado- pues sus ojos miran hacia arriba en dirección a ella.

Las máscaras de los doctorcitos, en Cuzco, tienen cejas gruesas, anchos bigotes, patillas pobladas y ojos grandes para representar a los tinterillos, jueces, abogados y abogadas, personalidades del poder judicial. Van pulcramente vestidos de negro, los hombres llevan levita y sombrero de tarro; las mujeres, falda, saco tipo sastre y birrete. Portan látigo o bastón y sostienen un libro llamado “caracho” o, en algunos casos, viejos pergaminos bajo el brazo en alusión crítica a los trámites y papeleos que implican los procesos judiciales. En el contexto de esta danza se realiza una parodia de juicio donde los doctorcitos juzgan a un humilde campesino y lo golpean con un libro inmenso titulado “El peso de la ley”.

Las máscaras de los saqras, en Paucartambo, representan diablos traviesos. Los personajes están construidos como un híbrido antropomorfo, encarnan una dualidad: hombre-felino o ave de rapiña. Son similares a las representaciones de deidades encontradas en diversas iconografías de las civilizaciones del antiguo Perú. Los saqras se preparan en las afueras del pueblo, en la zona rocosa del río Qenco Mayu, donde se cree que cantan las sirenas a la orilla del río y habitan el diablo y los malos espíritus. Cuando los diablos están listos, cruzan el puente de piedra, que se dice ellos mismos ayudaron a construir, e ingresan a la plaza del pueblo.

Los ukukus son peregrinos enmascarados que suben cada año, en multitudinario peregrinaje, al Apu Sinakara. Hijos dilectos del Apu, celadores y oficiantes de la fiesta, en un contexto cargado de sacrificio y fe, son parte de una celebración de alto valor simbólico. Portan una máscara tejida (huacollo) y peluca (humacara) de fibra de alpaca o de llama; su pellón es la única protección para el intenso frío. Llevan un zurriago o chicote de cuero crudo, como señal de autoridad, para mantener el orden. Relacionados con el Hanan Pacha, o mundo de arriba, son los únicos autorizados a ingresar ceremonialmente al nevado. Chakri Wayra es la danza ritual del Qoyllur Rit´i que, al darse en un lugar tan escarpado –a más de 5,000 metros de altura– está diseñada para poder avanzar y cansarse menos. Para acompasar la danza, los ukukus se acompañan de un cencerro y llevan un pequeño frasco vacío que, al soplarlo, imita el suave ulular del viento.

Los Yine (gente) antes conocidos como Piros son un pueblo amazónico asentado en el bajo Urubamba. En esa zona habita el gayo, un personaje que posee una inmensa máscara de arcilla que le cubre toda la cabeza. Representa a un hombre con la nariz grande, agresivas muelas de devorador y el cuerpo cubierto con hojas secas de plátano. Dicen que aparece para asustar a los niños y a los adultos holgazanes.

La máscara tiene, en el Perú, una iconografía oriunda que se remonta a más de 10,000 años. Se han encontrado evidencias rupestres en Toquepala, donde se pueden ver imágenes de danzantes enmascarados en rituales vinculados a la caza. Está claro que podemos encontrar en los diferentes momentos de nuestra historia, aún desde los más remotos, muchas formas de enmascaramiento.

Las máscaras están allí dispuestas a revelarnos insospechados mundos.

 


Miguel Rubio Zapata
Lima, 1951

Ha seleccionado más de 150 máscaras de su variada colección para esta muestra. Se exhiben piezas curiosas como las confeccionadas por el retablista don Joaquín López Antay, máscaras amazónicas del pueblo Yine –fabricadas de arcilla y muelas de animales– o del pueblo Bora, de tela de corteza (llanchama). La mayoría de sus máscaras han sido bailadas y adquiridas del propio danzante. La primera máscara que lo cautivó fue la de un huatrila. La adquirió en un puesto de periódicos de Tarma, hace 50 años, y desde entonces ha continuado incrementando su colección. Miguel Rubio es dramaturgo, investigador del teatro latinoamericano, director y fundador del grupo cultural Yuyachkani. Ha sido merecedor del Premio Nacional de Cultura 2019 en la categoría “Trayectoria”.

Fecha

Del miércoles 17 de marzo al 15 de agosto 2021

Horario

De martes a viernes de 10 am a 8 pm; sábados, domingos y feriados, de 10 am a 6 pm.

Lugar

Jr. Ucayali 391, Lima.

Sala 2

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Actividades del Centro Cultural
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Horario
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La entrada es gratuita
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